El Papa Juan Pablo II ha afirmado que “la crisis de la antropología se debe al rechazo de la metafísica”.

A partir de esta afirmación, intentaremos desarrollar las siguientes ideas:

  1. Recuperar la metafísica para rescatar la antropología
  2. Fundamento metafísico de las fuentes de la moralidad.
  3. Catecismo de la Iglesia Católica, Encíclica Veritatis Splendor y la doctrina sobre las fuentes de la moralidad.
  4. La Familiaris consortio y la Evangelium vitae a la luz de la doctrina sobre las fuentes de la moralidad.
  5. Conclusión

Recuperar la metafísica para rescatar la antropología

Desde que los primeros seguidores de Santo Tomás de Aquino comenzaron a cometer errores en la interpretación de sus escritos, la metafísica sufrió en el pensamiento universal, un paulatino olvido, cuando no un creciente rechazo. Consecuentemente, la antropología entró también en decadencia: basta observar los estragos que ha causado y causa la cultura de la muerte para probar este punto. A pesar de todo, desde que el Papa León XIII promulgó la Aeterni Patris, viene creciendo en todo el mundo un silencioso pero fecundo movimiento de recuperación –y aún de renovación en la forma, mas no en la sustancia- de la metafísica aristotélico-tomista, que sin lugar a dudas va a dar sus frutos a mediano y largo plazo.

En el siglo VI A. C., Aristóteles llegó a demostrar por la razón, la necesidad de la existencia de un Primer Motor, que fuera causa de todas las cosas creadas. En el Siglo XIII, Santo Tomás de Aquino, llegó también a demostrar por cinco vías racionales, la existencia de ese Primer Motor, a quien nosotros llamamos Dios.

Ambos llegaron a tales demostraciones de la existencia de Dios, a partir de las cosas creadas, y en particular, a partir del concepto de ente: de acuerdo con estos filósofos, la primera evidencia que captamos con nuestro entendimiento, es que las cosas son. A partir de este conocimiento, es posible descubrir la esencia de la cosa: lo que la cosa es, lo que cada cosa es.

Esta filosofía, que se identifica con la filosofía cristiana, también puede ser llamada filosofía realista, pues parte de la base de que el conocimiento que tenemos de las cosas, debe adecuarse a su realidad. Así, la verdad es la adecuación del entendimiento humano a la realidad de la cosa. Y por tanto, es posible llegar a conocer tener certezas, a partir del conocimiento de verdades objetivas.

Algunas de estas verdades objetivas que podemos conocer, se refieren al hombre, a la persona humana.

¿Y que es la persona humana? ¿Cuál es su esencia o naturaleza? ¿Qué es lo común a todas las personas, a todos los seres humanos?

En primer lugar, debemos decir que la persona, tiene un carácter teleológico, es decir, tiene un fin. Pero de esto hablaremos más adelante.

De acuerdo con el Prof. Gay Bochaca, “lo natural es lo propio del ser humano, pero –se pregunta- ¿qué es lo natural en él?” Y contesta: “lo natural en el hombre es el desarrollo de sus capacidades”. Ese desarrollo, tiende naturalmente a un fin, por lo cual lo propio del hombre es alcanzar su fin. Y ese fin es perfeccionar al máximo sus capacidades o potencias, especialmente su inteligencia y su voluntad. Como el hombre tiene carácter de fin, este perfeccionamiento, consistente en alcanzar libremente la verdad –con la inteligencia- y el bien –con la voluntad-, se consigue al final. Llegados a este punto, debemos destacar especialmente la esencia libre del hombre, que lo diferencia radicalmente de los animales y de las cosas, que tienden ciegamente a su fin.

Fundamento metafísico de las fuentes de la moralidad

Ahora bien, si el hombre tiende a un fin, y es posible conocer verdades objetivas, es posible para el hombre conocer con su inteligencia aquel fin al que tiende, y elegir libremente alcanzarlo mediante su voluntad. Ese fin al que tiende el hombre, es fin que el hombre puede conocer, esta regulado por unas reglas objetivas que el hombre descubre en la naturaleza mediante su razón, a las que llamamos ley natural. Es así que –en palabras de Gay Bochaca- el hombre puede ordenar su conducta porque conoce el fin al cual se dirige. Esta ley natural, es “el conjunto de normas morales que funda su validez y contenido en el ser natural del hombre” o bien “el conjunto de normas morales… que, fundamentalmente, son accesibles al conocimiento humano, según su modo característico de razonar, independientemente de la revelación de una Palabra divina”.

En consecuencia, el hombre es, y es persona. Ser persona –varón o mujer- es lo natural en el hombre. El ser persona implica en el hombre, poseer inteligencia y voluntad, y ser esencialmente libre; su actuar tiende a un fin que puede comprender con la inteligencia y querer con la voluntad.

Por tanto, debe actuar de determinada manera para alcanzar ese fin que conviene a su naturaleza, del mismo modo que quien quiere llegar a una ciudad toma la ruta más directa conocida para arribar a ella lo antes posible. Quizá se pueda llegar a la misma ciudad caminando a campo traviesa, atravesando selvas y montañas, pero lo natural es que esos caminos encierren muchos peligros, y que retrasen o eviten definitivamente la llegada al fin del camino. Aún más: puede convenir a la naturaleza humana ir caminando por distintos senderos; pero no  ir volando. Lo mismo pasa con el hombre en busca de su fin último: si quiere alcanzarlo, lo único que puede hacer es buscarlo de la forma que más le conviene a su naturaleza. Sólo lo que es concorde con la naturaleza humana es conducente al fin último. Ya veremos que lo contrario, a menos que sea moralmente indiferente, equivale a lo «intrínsecamente malo» en moral, y en nada ayuda a alcanzar el fin último.

 Pero, ¿cuál es ese camino del hombre hacia su fin último? ¿por donde tiene que ir para no perderse? ¿cómo tiene que actuar? A esto responderemos en el próximo punto.

La doctrina católica sobre las fuentes de la moralidad

Antes de comentar este punto, aclaramos que no pretendemos fundar la filosofía como tal en la Revelación, sino exponer una doctrina que, si bien está contenida en algunos documentos de la Iglesia, es posible llegar a ella por la sola razón natural. Por tanto, no se trata de una cuestión de fe, no se trata de “creer” en lo que vamos a decir, sino simplemente, de adecuar el entendimiento a la realidad.

En el Catecismo de la Iglesia Católica (1749) se afirma que “La libertad hace del hombre un sujeto moral. Cuando actúa de manera deliberada, el hombre es, por así decirlo, el padre de sus actos. Los actos humanos, es decir, libremente realizados tras un juicio de conciencia, son calificados moralmente: son buenos o malos.”

En el punto siguiente (1750), el Catecismo afirma que “La moralidad de los actos humanos depende:

  • del objeto elegido;
  • del fin que se busca o la intención;
  • de las circunstancias de la acción.

El objeto, la intención y las circunstancias forman las “fuentes” o elementos constitutivos de la moralidad de los actos humanos.”

En buen romance, esto significa que la moralidad de los actos humanos no depende de lo que yo, en conciencia, pienso que es bueno, ni de lo que me dicen los medios de comunicación, ni de lo que le decidan las mayorías democráticas que es lícito: muy por el contrario, la moralidad de los actos humanos depende de elementos objetivos que es posible conocer, siempre y cuando la inteligencia se abra a la adecuación con la realidad.

Sigue el Catecismo (1751): “El objeto elegido es un bien hacia el cual tiende deliberadamente la voluntad. Es la materia de un acto humano. El objeto elegido especifica moralmente el acto del querer, según que la razón lo reconozca y lo juzgue conforme o no conforme al bien verdadero. Las reglas objetivas de la moralidad enuncian el orden racional del bien y del mal, atestiguado por la conciencia.”

Quiere decir entonces que la conciencia es testigo del orden racional, pero no juez del mismo. La conciencia no puede decidir si el objeto de un acto moral es bueno o malo, simplemente debe limitarse a reconocerlo y a juzgar su conformidad con el bien verdadero, lo cual es muy distinto a decir que la conciencia debe juzgar cuál es el bien verdadero.

Sigue el Catecismo (1752): “Frente al objeto, la intención se sitúa del lado del sujeto que actúa. La intención, por estar ligada a la fuente voluntaria de la acción y por determinarla en razón del fin, es un elemento esencial en la calificación moral de la acción. El fin es el término primero de la intención y designa el objeto buscado en la acción. La intención es un movimiento de la voluntad hacia un fin; mira al término del obrar. Apunta al bien esperado de la acción emprendida. No se limita a la dirección de cada una de nuestras acciones tomadas aisladamente, sino que puede también ordenar varias acciones hacia un mismo objetivo; puede orientar toda la vida hacia el fin último. Por ejemplo, un servicio que se hace a alguien tiene por fin ayudar al prójimo, pero puede estar inspirado al mismo tiempo por el amor de Dios como fin último de nuestras acciones. Una acción puede, pues, estar inspirada por varias intenciones como hacer un servicio para obtener un favor o para satisfacer la vanidad.”

Y en el punto 1753 «Una intención buena (por ejemplo: ayudar al prójimo) no hace ni bueno ni justo un comportamiento en sí mismo desordenado (como la mentira y la maledicencia). El fin no justifica los medios. Así, .no se puede justificar la condena de un inocente como un medio legítimo para salvar al pueblo. Por el contrario, una intención mala sobreañadida (como la vanagloria) convierte en malo un acto que, de suyo, puede ser bueno (como la limosna).»

Por tanto, la intención puede cambiar la esencia del acto de bueno a malo, pero nunca de malo a bueno: una intención buena no hace bueno a un acto malo, pero una intención mala hace malo a un acto cuyo objeto puede ser bueno.

En el 1754, afirma el Catecismo que “Las circunstancias, comprendidas en ellas las consecuencias, son los elementos secundarios de un acto moral. Contribuyen a agravar o a disminuir la bondad o la malicia moral de los actos humanos (por ejemplo, la cantidad de dinero robado). Pueden también atenuar o aumentar la responsabilidad del que obra (como actuar por miedo a la muerte). Las circunstancias no pueden de suyo modificar la calidad moral de los actos; no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de suyo es mala.”

Queda claro entonces que tampoco las circunstancias pueden cambiar la esencia de un acto malo a bueno.

En consecuencia, queda perfectamente claro que para la existencia de un acto moral bueno, es necesario que el objeto, el fin y las circunstancias del acto sean buenos. El fin y las circunstancias pueden en cualquier caso, atenuar la maldad de un acto, pero nunca cambiar su esencia cuando es intrínsecamente malo.

Sobre este tema se explaya el Papa en la Encíclica Veritatis splendor. Cabe recordar que esta encíclica, además de difundir el esplendor de la verdad, denunció la gravedad de ciertas mentiras y errores propalados por las teorías teleológicas, “consecuencialistas” y “proporcionalistas”, según las cuales la bondad de los actos no dependería de elementos objetivos –como acabamos de ver-, sino más bien de las consecuencias que se derivan de ciertos actos humanos, o bien de la proporción esperada entre bienes y males resultantes de la realización de algunos actos, que en ningún caso serían intrínsecamente malos.

A esto el Papa responde, siempre desde la filosofía realista, que “los actos humanos son actos morales porque expresan y deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos actos.”  En consecuencia, “la moralidad de los actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el bien auténtico.” Y “el obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el bien del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la persona hacia su fin último.” (…) “La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad”. “El obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena. El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano tal y como es reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último.”

En el punto N° 78 de la Encíclica, el Papa subraya que “La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada.” En este sentido, recuerda que “el objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa.” y recuerda con el Catecismo de la Iglesia Católica (N° 1761), que “hay comportamientos concretos cuya elección es siempre errada porque esta comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral.” “La buena intención no autoriza a hacer ninguna obra mala”; esta afirmación del Papa se basa en las palabras del Apóstol: “Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el bien. Estos bien merecen la propia condena (Rom. 3, 8)”.

Finalmente concluye el Pontífice con especial énfasis: “hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas, según la cual sería imposible cualificar como moralmente mala según su especie –su “objeto”- la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de la consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas.

El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto humano, el cual decide sobre su «ordenabilidad» al bien y al fin último” (…). “Tal «ordenabilidad» es aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son exactamente los contenidos de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los «bienes para la persona» que se ponen al servicio del «bien de la persona», del bien que es ella misma y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según Santo Tomás, contienen toda la ley natural.”

Es contundente la reafirmación que hace el Papa de la doctrina clásica sobre los actos intrínsecamente malos:

“La razón testimonia que existen objetos del acto humano que (…) contradicen radicalmente el bien de la persona (…). Son los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados «intrínsecamente malos»(«intrinsece malum»): lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias. Por esto, sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que «existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto».

En particular, la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual “Gaudium et spes”, del Concilio Vaticano II, recuerda que son actos intrínsecamente malos: «Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia (…)».

El Papa recuerda al llegar a este punto, las enseñanzas del Papa Pablo VI sobre los actos intrínsecamente malos, en particular en lo relacionado con las prácticas contraceptivas mediante las cuales el acto conyugal es realizado intencionalmente infecundo:«En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (cf. Rom 3, 8), es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social».

A continuación, explica el Santo Padre que “si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos «irremediablemente» malos, por sí y en sí mismos no son ordenables (…) al bien de la persona. (…) Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto -subjetivamente» honesto o justificable como elección.”

En síntesis, la doctrina moral de la Iglesia –fundamentada en la filosofía realista-, establece con suma claridad:

  • la posibilidad de conocer objetivamente la moralidad de los actos humanos;
  • la existencia de criterios para determinar la bondad o maldad de los actos humanos;
  • la existencia de actos intrínsecamente malos, independientemente de los fines que se persigan o de las circunstancias en que se realicen.

Vivimos en un tiempo en que parece estar de moda una “moral de consensos”. Aparte del hecho comprobado por la historia de que las modas pasan y lo clásico permanece, es muy importante afirmar con toda contundencia y certeza, que el único consenso admisible, es el consenso en la verdad: el consenso sólo es posible entre quienes adecuan su entendimiento a la realidad.

Es en base a estas verdades, cognoscibles por la razón humana, que deben leerse tanto la Familiaris consortio como la Evangelium vitae.

La Familiaris consortio y la Evangelium vitae a la luz de la doctrina clásica sobre las fuentes de la moralidad

Es ingente la literatura que versa sobre las enseñanzas de la Familiaris consortio y de la Evangeliun vitae; sin embargo, parece necesario remarcar la importancia de que estos documentos de la Iglesia sean leídos a la luz de la doctrina clásica sobre las fuentes de la moralidad. Si no se tiene en cuenta esta doctrina -a pesar de que ambos documentos son muy claros- se corre el riesgo, de no comprenderlos en su verdadera dimensión, o bien de interpretar erróneamente algunas de las afirmaciones que allí se hacen.

La Familiaris consortio denuncia entre otros problemas de la sociedad actual, “la facilidad del divorcio y del recurso a una nueva unión por parte de los mismos fieles; la aceptación del matrimonio puramente civil; el rechazo de las normas morales que guían y promueven el ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del matrimonio.” Y como es natural, el documento se pronuncia sobre la necesidad de recuperar “la conciencia de la primacía de los valores morales, que son los valores de la persona humana en cuanto tal. Volver a comprender el sentido último de la vida y de sus valores fundamentales es el gran e importante cometido que se impone hoy día para la renovación de la sociedad. La educación de la conciencia moral que hace a todo hombre capaz de juzgar y de discernir los modos adecuados para realizarse según su verdad original, se convierte así en una exigencia prioritaria e irrenunciable.”

Esa educación integral de la conciencia en los valores, y en especial, en la capacidad de discernir el bien del mal, debe llevar a los esposos a “custodiar y proteger la altísima dignidad del matrimonio” y a asumir “la gravísima responsabilidad de la transmisión de la vida humana.”

Sin embargo, esta carta constata que “algunos se preguntan si es un bien vivir o si sería mejor no haber nacido; dudan de si es lícito llamar a otros a la vida, los cuales quizás maldecirán su existencia en un mundo cruel, cuyos terrores no son ni siquiera previsibles. Otros piensan que son los únicos destinatarios de las ventajas de la técnica y excluyen a los demás, a los cuales imponen medios anticonceptivos o métodos aún peores. Otros todavía, cautivos como son de la mentalidad consumista y con la única preocupación de un continuo aumento de bienes materiales, acaban por no comprender, y por consiguiente rechazar la riqueza espiritual de una nueva vida humana. (…) Ha nacido así una mentalidad contra la vida (…), como se ve en muchas cuestiones actuales: piénsese, por ejemplo, en un cierto pánico derivado de los estudios de los ecólogos y futurólogos sobre la demografía, que a veces exageran el peligro que representa el incremento demográfico para la calidad de la vida.

Es por eso que la Iglesia, contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, (…) está en favor de la vida.” (…) Y “al «no» que invade y aflige al mundo, contrapone este «Sí» viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos acechan y rebajan la vida.”

Precisamente por eso es que “la Iglesia está llamada a manifestar nuevamente a todos, con un convencimiento más claro y firme, su voluntad de promover con todo medio y defender contra toda insidia la vida humana, en cualquier condición o fase de desarrollo en que se encuentre. Por esto la Iglesia condena, como ofensa grave a la dignidad humana y a la justicia, todas aquellas actividades de los gobiernos o de otras autoridades públicas, que tratan de limitar de cualquier modo la libertad de los esposos en la decisión sobre los hijos. (…) hay que condenar totalmente y rechazar con energía cualquier violencia ejercida por tales autoridades en favor del anticoncepcionismo e incluso de la esterilización y del aborto procurado. Al mismo tiempo, hay que rechazar como gravemente injusto el hecho de que, en las relaciones internacionales, la ayuda económica concedida para la promoción de los pueblos esté condicionada a programas de anticoncepcionismo, esterilización y aborto procurado.”

Por su parte, la Evangelium vitae, dice lo siguiente:

“Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como «crímenes nefandos» <54>. Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena categórico el reproche del Profeta: «¡Ay, los que llaman al mal bien y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad» (Is 5,20). (…) La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor y menos aún, un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la procura.”

La claridad de estos textos es incontestable; y sin embargo, hay quienes tergiversando o malinterpretando las afirmaciones del Magisterio, entienden que la “paternidad responsable” da licencia para utilizar anticonceptivos, o que el Papa en la Evangelium vitae deja abierta una puerta a la posibilidad del aborto terapéutico. Esta temeraria afirmación, fue efectivamente realizada por el un sacerdote, el P. Eduardo López Azpitarte, en un artículo titulado «La Evangelium Vitae y el aborto terapéutico» en la revista «Stromata», 58 (2002), pp. 297 – 310. Y otro sacerdote, el P. J. I. González Faus, en un artículo titulado “Sobre el matrimonio y la familia” publicado en la revista uruguaya Misión, afirmó asimismo que “El matrimonio era hasta ahora la solución menos mala a las ambigüedades insolubles que plantea al hombre la realidad del amor y la sexualidad.” (…) “La plena armonía entre estos niveles es casi utópica, sus exigencias no coinciden”.

En nuestra opinión, las tergiversaciones o errores de interpretación que se suceden en determinados ambientes, sólo se pueden contestar desde la doctrina clásica sobre las fuentes de la moralidad. Alguien podría decir –si no conociera el Catecismo, la Veritatis splendor, o la Gaudium et spes, que si bien el aborto en general es malo y el matrimonio basado en la familia es lo ideal, pueden haber excepciones que justifiquen el aborto o que legitimen las uniones de hecho o la anticoncepción. Sin embargo, desde que existe una doctrina clara sobre las fuentes de la moralidda, afirmada por el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica publicado en el año 1992, y reafirmada en la Encíclica Veritatis splendor en 1993, no es posible negar –sin caer en un grave error- que existen actos que son siempre intrínsecamente malos, independientemente de la intención que se persiga y de las circunstancias en que se realicen.

Quizá se podrá decir, a pesar de todo, que existen corrientes filosóficas y antropológicas que no comparten la idea que tenemos acerca de las fuentes de la moralidad. Sin embargo, ha sido probado que el hombre pueden conocer verdades objetivas, con lo cual, el desconocimiento de tal doctrina se debería más a una falta de adecuación del entendimiento a la realidad que se da en el sujeto, que a la verdad sobre el objeto.

Conclusión

Hasta aquí hemos hablado del fin del hombre, sin mencionar cual sea este fin. No lo hemos hecho, porque hemos querido fundamentar todo nuestro razonamiento en la simple razón natural, en el análisis objetivo de la realidad. Pero ha llegado el momento de referirnos al fin último del hombre: hemos visto que tanto los filósofos precristianos como los cristianos que los siguieron en buena parte de sus razonamientos, probaron que existe un Primer Motor, un Dios Creador necesario, anterior a todo lo que existe. Este Dios, que la Revelación nos muestra como Padre, ha creado al hombre a su imagen y semejanza y lo ha creado para un fin; le ha dado la inteligencia para que conozca la verdad, la voluntad para que busque el bien, y la libertad para que pueda buscar libre y voluntariamente –sin coacciones- ese fin objetivo para el que fue creado: conocer y amar al Dios Creador -su Padre-. Además, el hombre tiene un fin subjetivo, que es ser feliz en esta vida en la medida que busca, conoce, ama y cumple la voluntad de Dios, y luego en la vida eterna, cuando al final de su vida se reúna con su Padre-Dios-Creador. Y este segundo fin, se subordina al primero: el hombre es más feliz, cuando más busca, conoce, ama y cumple la voluntad de Dios.

Por tanto, como el obrar sigue al ser, es necesario proteger a todo ser humano de cualquier ataque contra su vida y contra su dignidad de persona, con miras a que pueda obrar de acuerdo a su naturaleza, y buscar en definitiva, con total libertad, aquella verdad que lo acercará a su fin último. No puede ser libre quien ante todo, no es; ni tampoco puede serlo aquel que no es tratado por los demás como lo que es.

Para terminar, y en vista de que no hemos venido hasta aquí para ser originales, sino para repetir verdades que otros más sabios que nosotros han dicho, terminamos con unos maravillosos párrafos escritos, seleccionados y compilados por el Cardenal Alfonso López Trujillo sobre la misión de la Iglesia en la defensa de la vida:

“La Iglesia convoca a la batalla de la cultura de la vida. Lo hace con la bandera de la dignidad y la verdad, en el respeto a las normas morales universales e inmutables, ante las cuales no hay, ni puede haber privilegios ni excepciones: “La firmeza de la Iglesia en defender las normas morales universales e inmutables no tiene nada de humillante. Dado que no hay libertad fuera o contra la verdad, la defensa categórica, esto es, sin concesiones o compromisos, de las exigencias absolutamente irrenunciables de la dignidad personal del hombre, debe considerarse camino y condición para la existencia misma de la libertad. Este servicio está dirigido a cada hombre, considerado en la unicidad e irrepetibilidad de su ser y de su existir… Ante las normas morales que prohíbe el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las normas morales somos todos absolutamente iguales” (VS 96).

Se ha pensado y se dice que la defensa integral de la vida humana es algo limitado a los creyentes, a los católicos. Es verdad que, en razón de la mayor profundidad que la fe hace posible, en la penetración de la verdad del hombre, es mayor la responsabilidad y ha de ser más exigente el compromiso. Sin embargo, esa defensa integral es algo que atañe a todos: “El Evangelio de la vida no exclusivamente para los creyentes, es para todos; no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinaria, pertenece a toda la conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad” (EV 101).

La invitación desde Dios se hace a todos, en orden a promover un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su ser primario, la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana, especialmente de los más débiles. Es necesario establecer un diálogo en la verdad con todos, también con los no creyentes. Se requieren unas normas válidas, comprometidas, no de un consenso caprichoso, negociado, sino de una verdad que rige la razón. El ateísmo tiene aspectos limitantes en relación con la sacralidad de la vida. Sartre escribe: “Así pues, no hay naturaleza humana, si no hay Dios para concebirla… Es muy incómodo que Dios no exista, porque con Él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible… Todo está permitido si Dios no existe y, en consecuencia, el hombre está abandonado, porque no encuentra ni en sí, ni fuera de sí una posibilidad de aferrarse”.

La cultura de la vida requiere cambios profundos, ¡una verdadera conversión! Exige “asumir un nuevo estilo de vida que se manifieste en poner como fundamento de las decisiones concretas –a nivel personal, familiar, social e internacional- la justa escala de valores: la primacía del ser sobre el tener, de la persona sobre las cosas” (EV 98). Un nuevo estilo de vida y de humanidad, porque el hombre se comprende de un modo nuevo, y la propia humanidad… a través del don sincero de sí (DV 59). La comprensión del don de sí es la comprensión en el amor, como respeto, acogida, a tono con la dignidad de personas. Todos, los pueblos y personas, según la sentencia de san Juan de la Cruz, al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor. Examen más exigente para el creyente. En la célebre homilía de Navidad, san León Magno advierte: “Reconoce, oh cristiano, tu dignidad, y ya que ahora participas de la misma naturaleza divina, no vuelvas a tu antigua vileza”.

Aquí termina la cita del Cardenal López Trujillo. Me tomo la libertad de hacer una última reflexión, en relación al título del congreso, LA VIDA HUMANA EN UN MUNDO GLOBALIZADO. Mucho se ha hablado de la globalización de la solidaridad, de la globalización de la caridad. Esto es muy bueno y muy positivo. Pero hay que concretarlo. Por tanto, si es una  obra de caridad ayudar al que no sabe a conocer la verdad, se me ocurre que tenemos por delante una tarea gigantesca y urgente: se trata de promover, a como de lugar, la globalización de la verdad. Porque sólo si conocemos la verdad, podremos ser verdaderamente libres.

Álvaro Fernández Texeira Nunes