La práctica de deportes en general, y en particular de deportes de equipo, es altamente formativa para la vida. El deporte enseña que hay reglas, y que si esas reglas no se cumplen, la infracción se penaliza. El deporte enseña que si bien los jugadores disponen de una enorme libertad en la cancha, en la pista o en el mar, esa libertad tiene límites. El deporte enseña que la libertad de que disponen los jugadores, además de limitada, es libertad para hacer el bien, para ganar puntos. Así, si en un partido de fútbol, un defensa le pone una plancha en la garganta a un atacante dentro del área, es penal. Y es penal siempre: en el baby fútbol y en el papi fútbol; en el fútbol amateur y en el fútbol profesional; en Uruguay, en Estados Unidos, en Corea del Norte y en China. Como es natural, en toda competencia deportiva hay acciones de los deportistas y decisiones de los jueces, que pueden ser cuestionables. Pero miradas objetivamente, sin la camiseta puesta, son una ínfima minoría.

En la vida corriente, en la familia, en el trabajo, en la vida social, ocurre algo similar: tenemos una enorme libertad para hacer una inmensa cantidad de cosas buenas –para hacer “goles” a favor de nuestro equipo-. Y es que junto con la vida, la inteligencia y la voluntad, la libertad es uno de los dones más grandes que Dios ha dado a los hombres, y una de las notas características de su dignidad.

De acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica, “la libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza.”

Es interesante analizar, entre otras, la relación entre libertad y verdad. Cuando el hombre actúa bien, es decir, de acuerdo a la verdad, de acuerdo con lo que conviene a su naturaleza, se hace verdaderamente libre. Madura y crece. Cuando actúa mal, cuando cae en el error y actúa en contra de lo que conviene a su naturaleza, se esclaviza. De ahí la importancia de distinguir lo que está bien de lo que está mal.

Dicho en términos futbolísticos: mientras el jugador no cometa una falta –más o menos grave- puede seguir avanzando hacia la meta y aumentar sus probabilidades de convertir un tanto…  Alguno dirá: “si  el Juez no lo ve, puede cometer una falta y seguir avanzando igual”. Por supuesto, con frecuencia se pueden encontrar formas de eludir la justicia terrena. El problema es “eludir” la Justicia divina, que también existe… junto, claro está, con la Misericordia divina.

Los jugadores que buscan los seleccionadores, son aquellos que tienen la habilidad dominar la pelota y meter goles, sin cometer faltas. Porque una infracción, no perjudica sólo al jugador, sino a todo el equipo. Del mismo modo, el buen o mal uso de nuestra libertad, nos afecta a todos. Afortunadamente, ejercer nuestra libertad, requiere menos habilidad física que hacer moñas en la cancha…

Estos comentarios pueden parecer –y de hecho son- de Perogrullo para cualquier persona intelectualmente honesta y con un mínimo de sentido común. Sin embargo, pensamos que vale la pena insistir, pues vivimos en una sociedad donde el sentido común está siendo aplastado por la “dictadura del relativismo”. Para muchos, la verdad y el error no existen, el bien y el mal no existen, y en consecuencia, la libertad deja de ser tal y se corrompe, al punto que con frecuencia, se convierte en libertinaje. No obstante, es totalmente distinta la situación de quien por debilidad, por circunstancias del momento, o bien por maldad, hace algo que está mal y se da cuenta de ello, y la de aquel que no tiene la menor idea de qué cosas están bien y qué cosas están mal. Ser consciente de los propios errores, es mucho más saludable para la sociedad, que no serlo.

Detengámonos a reflexionar en la definición que da Wikipedia acerca de los psicópatas: entre otras cosas, dice que presentan “remordimientos reducidos, y un carácter desinhibido”, ysólo sienten culpa al infringir sus propios reglamentos y no los códigos sociales comunes”.

No podemos dejar de preguntarnos si una sociedad relativista, no conduce de algún modo, a una sociedad con ciertos rasgos psicopáticos, donde la falta de objetividad sobre lo que está bien y lo que está mal, puede llevar a reducir el remordimiento ante el mal cometido, a desinhibir el carácter y a sentir culpa sólo cuando se violan los propios códigos y no los que son comunes a la sociedad. También nos preguntamos si los cambios producidos en legislaciones que solían fundarse en la ley natural -y que ahora se fundan en las preferencias subjetivas de mayorías circunstanciales-, no llevan también, a “construir” sociedades enfermas, sin conciencia del bien y el mal, sin esperanza, sin fe, sin justicia, sin amor y sin libertad. Porque ¿cómo puede ser libre aquel que no sabe qué está bien y qué mal?

Ante ese panorama aparentemente desolador, la buena noticia, es que, se diga lo que se diga, los hombres seguimos siendo libres: la libertad, es inherente a la naturaleza humana. Llamados a la santidad, nada nos obliga a vivir como bestias. Si nuestra libertad la usamos para hacer el bien, podemos hacer de nuestro hogar, de nuestro barrio, de nuestro país y del mundo entero, un lugar mejor para vivir: un mundo más veraz y más libre. De cada uno depende hacer la diferencia, con cada uno de nuestros actos libres.

Álvaro Fernández Texeira Nunes