El corazón, tarde o temprano puede fallar. Si contamos con una buena formación doctrinal, las fallas del corazón, las suplirá la razón.

Dios, en su infinita bondad, creó muchas realidades complementarias: entre ellas, la mente para razonar y el “corazón” para sentir. Si bien son realidades llamadas a alcanzar un equilibrio, lograrlo no siempre resulta fácil.

Tiempo hubo en que los hombres, tras el paulatino alejamiento de Dios, llegaron a endiosar la razón. Pero fue tal la frialdad y la rigidez de la Ilustración, que la reacción contraria no se hizo esperar: así nació el Romanticismo, que llevó a endiosar los sentimientos. Más tarde, ideologías como el liberalismo, el marxismo y el relativismo, se encargaron, de distintos modos, de que el hombre llegara a creer que es imposible conocer verdades objetivas. Hasta que llegó la posmodernidad, y reflotó el sentimentalismo.

En el siglo VI, Boecio definía la persona como una “sustancia individual de naturaleza racional”. Hoy, un Boecio posmoderno, bien podría definirla como “sustancia individual de naturaleza sentimental”: tal es el peso de los sentimientos, del corazón y las pasiones –en detrimento de la razón- en nuestra cultura actual. Hoy, se podría decir que mientras la razón se usa para trabajar, el corazón se usa para vivir; porque fuera del ámbito profesional, parecería que todo el mundo se rige más por lo que siente que por lo que sabe. En un mundo que tanto presume de sus avances, el equilibrio entre razón y corazón, vuelve a ser esquivo. Y esto puede tener dos causas: o se valoran demasiado los sentimientos, o se valora demasiado poco el conocimiento. También en materia de fe.

El problema es que ni la razón, ni el corazón, alcanzan por sí solos para manejarse en la familia, en los estudios, en el trabajo, en la sociedad, en la cultura… o en la vida espiritual. Si en nuestra relación con Dios nos guiamos sólo por sólo por los sentimientos, o sólo por la razón, difícilmente podremos perseverar en su amor. Es necesario amar a Dios con el corazón y con la inteligencia, ante todo porque él nos lo mandó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (Mt. 22, 37). Y además, porque como dice San Agustín, “no es posible, en verdad, amar una cosa sin conocerla”. Por tanto, si no procuramos conocer a Dios, a Jesús, a la Virgen, a la Iglesia… ¿Cuánto vale nuestro amor?

¿Cómo amar a Dios con la mente, como conocerlo? Procurando adquirir la mejor formación doctrinal posible, de acuerdo a nuestras circunstancias. Esforzándonos por aprender y comprender lo que desde el fondo de la Historia, viene enseñando el Magisterio de la Iglesia. Estudiando el Catecismo de la Iglesia Católica. Leyendo las Sagradas Escrituras y obras de autores piadosos, desde San Juan de la Cruz a Chesterton; desde Santa Teresa a Santa Catalina de Siena; desde Santo Tomás de Aquino –¡el filósofo más grande de todos los tiempos!- a Benedicto XVI. Y por supuesto, interiorizándonos de las encíclicas de los papas, de los documentos de los Concilios…

No todos estamos llamados a ser teólogos; pero tampoco es razonable llegar a los 40 años, con el mismo nivel de formación catequética que un niño que acaba de tomar su Primera Comunión. Así como nos vamos formando profesionalmente a medida que maduramos, para enfrentar la vida laboral, también es necesario formarnos para fortalecer nuestra vida espiritual. Sobre todo porque en ella, uno nunca se estanca: en la vida espiritual, el que no avanza, retrocede…

Además, sabemos por experiencia que el corazón, tarde o temprano puede fallar. Si contamos con una buena formación doctrinal, las fallas del corazón, las suplirá la razón. Y viceversa. Por ejemplo, si nos guiamos sólo por el sentimiento, y un domingo no tenemos ganas de ir a Misa, cederemos fácilmente a la pereza. Pero si tenemos una conciencia bien formada, aunque no tengamos ganas, encontraremos razones para vencer la tentación y asistir a la Santa Misa. Que es lo que Dios quiere…: ¡Él quiere encontrarse con sus hijos!

También puede ocurrir que ante una injusticia que clama al cielo, el corazón llegue a sentir odio. Esto se ve muy a menudo en las redes sociales. En esos casos, sólo la razón podrá rescatarnos del abismo, ayudarnos a dominar nuestros instintos y llevarnos a entender por qué el odio, nunca es la respuesta. Del otro lado, ante la misma injusticia, sólo quien tenga un corazón a la medida del corazón de Jesucristo, podrá enfrentarse sin odio, sin rencor, con entrañas de misericordia, ante la debilidad humana. Desde que Dios es, al mismo tiempo, infinitamente justo e infinitamente misericordioso, la justicia no está reñida con la misericordia. Así lo demostró San Juan Pablo II cuando visitó y perdonó a Alí Agca, el hombre que intentó asesinarlo.

Urge por tanto, que los cristianos de nuestro tiempo, sepamos dar razón de nuestra fe. Urge que hagamos un esfuerzo por enraizar nuestras convicciones en la tierra fértil de las Sagradas Escrituras, de la Tradición y del Magisterio. Como dice la letra de “Santa Marta”, esa canción de Larbanois – Carrero: “árbol sin raíces no aguanta parado ningún temporal”.

Sólo mediante una profundización en la doctrina, los cristianos de hoy podremos permanecer firmes ante el huracán del relativismo. Sólo si procuramos dar tanta importancia a la razón como a los sentimientos, podremos alcanzar, con la gracia de Dios, el equilibrio deseado por Él para nuestra vida espiritual, para nuestra vida familiar, para nuestra vida laboral y para nuestra vida social. Y sólo si procuramos alcanzar ese equilibrio, podremos dar gloria a Dios y ser sal y luz para nuestros hermanos.

Álvaro Fernández Texeira Nunes