El 6 de agosto de 1993, San Juan Pablo II le regaló al mundo la magnífica Encíclica “Veritatis splendor”. Con esta carta, quiso aclarar “muchas dudas y objeciones de orden humano y psicológico, social y cultural, religioso e incluso específicamente teológico” que se planteaban –y se plantean hoy-, “sobre las enseñanzas morales de la Iglesia” (nº 4).

El Papa reafirma en esta Encíclica, la doctrina católica clásica sobre la moralidad de los actos humanos, en franca confrontación con el relativismo y otras teorías subjetivistas e individualistas, partidarias de una completa autonomía de la razón en el ámbito moral (nº 36). También marca la diferencia entre la enseñanza moral de la Iglesia y ciertas teorías “teleológicas” que hacen depender la moralidad de los actos humanos del fin o de las intenciones del agente, como el consecuencialismo o el proporcionalismo (nº 75). Con coraje y caridad, el Santo Padre recuerda que existe una ley natural, inscrita de forma indeleble por el Creador en el corazón del hombre. Esta ley, lleva a quienes actúan con conciencia recta, a adherir libremente a una serie de verdades objetivas: a hacer el bien y a evitar el mal (nº 12). Para hacer clara y explícita esa ley natural inscrita en el corazón del hombre -afectado por el pecado original-, Dios reveló al pueblo de Israel los diez mandamientos. Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesucristo, mediante su sacrificio en la Cruz, nos obtuvo la vida de la gracia, que nos ayuda a vivir los mandamientos con el espíritu de las bienaventuranzas.

A 25 años de su publicación, ésta Encíclica sigue siendo de tanta actualidad, que su relectura impresiona. El Santo Padre, aunque reconoce las buenas intenciones que podrían estar detrás de estas teorías teleológicas, recuerda, citando la Gaudium et spes (nº 17) que “la dignidad del hombre requiere (…) que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados para ello” (nº 42). Ciertamente, el hombre es libre de actuar de acuerdo con lo que su conciencia le indique. Pero ello no significa que la conciencia individual sea la instancia suprema del juicio moral, ni que el juicio moral sea verdadero por provenir de la conciencia (cfr. nº 56).

La libertad humana –explica el Romano Pontífice- no puede ser la fuente de los valores morales (nº 32). No se puede disociar la fe de la moral, ni la conducta del hombre ante Dios de la conducta del hombre ante su prójimo. Por tanto, es erróneo separar la “opción fundamental” teórica de los actos humanos concretos: los criterios para juzgar la rectitud de los actos humanos no se pueden deducir del cálculo de las consecuencias que de ellos puedan derivarse, ni de la proporción de efectos buenos y malos que se siguen de una acción determinada (nº 75).

Los actos humanos deben estar siempre ordenados al bien y al fin último que es Dios. Deben ser objetivamente buenos para el hombre que actúa y para su prójimo. Y como hay actos que son siempre gravemente ilícitos, el Papa, citando la Encíclica Humanae vitae de Pablo VI, subraya que “no es lícito, ni aún por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien” (nº 80).

El hombre es libre, sostiene el Papa, sólo en la medida en que actúa de acuerdo con la verdad. “Solamente la libertad que se somete a la Verdad conduce a la persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona consiste en estar en la verdad y en realizar la verdad” (nº 84). Por eso reivindica la enseñanza de la Iglesia sobre las fuentes de la moralidad. Estas fuentes son: el objeto del acto –el bien real o aparente hacia el cual tiende la voluntad, que puede estar conforme o no con el bien verdadero-; el fin –la intención del acto- y las circunstancias que rodean al acto. El obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena. El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano, tal y como es reconocido en su verdad por la razón.” (nº 72).

En síntesis, la bondad o maldad de los actos humanos, depende de la verdad objetiva, explicitada en los mandamientos, que podemos conocer por la razón y vivir con la ayuda de la gracia. Conocer esta verdad nos hace verdaderamente libres, con una libertad que no es “hacer lo que nos place”, sino que hacer lo que Dios espera de nosotros, por amor a Él y por amor a los demás.

Al final de la Encíclica, el Santo Padre, con palabras de la Lumen gentium, anima a los Obispos a defender la verdad: “Los obispos son los predicadores del Evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo. Son también los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo. Predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica y la iluminan con la luz del Espíritu Santo”.

Releamos pues, esta gran Encíclica de San Juan Pablo II, y encomendémosle a él, la nueva evangelización de la cultura.

Álvaro Fernández Texeira Nunes